ALTEA (Finde romántico. Junio, 2009)

Al fin otra vez en Altea. Hacía algún tiempo que no nos dejábamos caer por esta bella localidad de la costa levantina. Poético comienzo para un fin de semana estupendo.
Llegamos el viernes por la tarde al hotel Cap Negret, nuestro preferido. Por suerte, y con un poco de maña, nos dieron la habitación que queríamos, la 220, que es una de las mejores ya que da frontalmente a las piscinas y al mar. Tras un rato deleitándonos con la maravillosa vista nos dirigimos a Altea la vella (la vieja) donde se acababa de terminar una fiesta local que llaman “el árbol” o algo así. Según nos acercábamos a la iglesia, una riada de personas se cruzaba con nosotros; al parecer volvían de la plaza donde acababa de finalizar el festejo que consiste, más o menos, en que colocan en la plaza dos árboles enormemente altos y los jóvenes, al parecer algo bebidos, cuando no borrachos del todo, trepan hasta ellos y dejan en el ascenso, bastante salvaje, dicho sea de paso, jirones de sus ropas por todo él. No me gustó el ambiente ya que parecía que todos los habitantes del pueblo volvieran de la guerra; jóvenes y mayores, con la ropas desgarradas, mojados, despeluchados, sudorosos y sucios y... oliendo a alcohol muchos de ellos. Ante tal espectáculo Altea pierde su encanto. Por suerte la multitud se disipó en pocos minutos y pudimos pasear un rato antes de sentarnos a cenar en la azotea de uno de los coquetos restaurantes del casco antiguo. Rematamos la noche con un té que saboreamos sentados en una terracita de la plaza.

El día siguiente lo dedicamos a la playa; por cierto, un día precioso. Comimos en el hotel y nos bañamos en el mar que ese día nos ofreció aguas limpísimas y no muy frías. Una maravilla. Por la noche nos quedamos dando una vuelta por el paseo marítimo. Hubiéramos subido al pueblo pero eran las fiestas y si algo no nos apetecía era el bullicio que a esas horas se podía “disfrutar” arriba.

En un restaurante encantador, a orillas del mar nos tomamos, al caer la noche, unas tapas de mejillones, habas picantes y calamares. Muy rico todo, la verdad.

El día siguiente amaneció nublado y, muy lejos de mejorar, empeoró conforme avanzó la mañana; así que en vez de a la playa, nos dirigimos a Benidorm. Hicimos una paradita en el rastro “El cisne” que es un rastrillo muy pintoresco con mezcla de foráneos y locales, antigüedades y horteradas, ropas y cacharros varios y con música castiza de fondo para amenizar las compras. Me hice con dos gatos de artesanía para mi colección, amén de otras pequeñas chorraditas.

Ya en Benidorm lo peor fue aparcar el coche aunque al fin tuvimos suerte y lo dejamos casi en el mismo paseo marítimo que estaba abarrotado de gente y muy animado, pese a que el tiempo no acompañaba en absoluto. Dimos un paseo por allí durante un rato y volvimos al hotel a tiempo de comer. A media tarde, y acompañados por una tenue llovizna, pusimos rumbo a Albacete. Un fin de semana relajante y muy agradable. A veces se necesita desconectar un poco de la rutina y respirar aires diferentes para “cargar las pilas”. Sienta genial

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