ZARAGOZA (Agosto, 2008) La Expo, Veruela y el Moncayo

Tratando de evitar el calor que hace en Albacete este verano, hemos hecho una escapadita a Zaragoza para visitar la Expo que, aunque nos ha sorprendido pues la esperábamos mucho peor, no es tan bonita como al de Sevilla; si bien consideramos que tanto una como otra suponen un gastazo absurdo para un país. Pero a pesar de nuestras reticencias nos encaminamos hacia allá el día 10 de agosto.
El viaje ha sido rápido y a la hora de la merienda estábamos entrando en Vera del Moncayo, un pequeño y tranquilo pueblecillo en el que se encuentra el famoso monasterio de Veruela(donde estuvieron una temporada los hermanos Bécquer y donde el escritor compuso algunas de sus leyendas).
No obstante, cuando llegamos una multitud abandonaba la zona y es que eran las fiestas y había encierro de vaquillas en la plaza (por desgracia, nuestro alojamiento era una casa rural encantadora pero situada en la misma placita en la que han tenido lugar todos los actos y espectáculos, incluida la verbena nocturna)
No me gusta llegar a un pueblo en verano y que sean las fiestas porque prefiero la tranquilidad aunque, una vez aquí, no estuvo tan mal.
Nos hemos hospedado en una casa rural llamada Villa de Vera (la crítica, como siempre, en Tripadvisor: http://www.tripadvisor.es/ShowUserReviews-g187448-d1389857-r25763353-Villa_de_Vera-Zaragoza_Aragon.html#CHECK_RATES_CONT
La casita tenía dos habitaciones en la tercera planta, que era en la que estábamos nosotros; una era la nuestra y la otra de una pareja de moteros alemanes. Ya que había vaquillas, nos instalamos en la habitación y salimos los cuatro a una terraza que daba a la plaza a ver los bichos corretear por allí; a duras penas pudimos intercambiar algunas palabras con nuestros vecinos de habitación ya que ellos no hablaban ni español ni inglés y nosotros no hablábamos alemán..
Después, cuando se despejó la plaza, nos fuimos a buscar una tienda para comprar víveres para el desayuno y algo para picotear en las cenas. Nuestra habitación daba a una terraza enorme con mesa y sillones desde la que había una vista impresionante de la sierra. Desayunar y cenar al fresco (demasiado fresco para mi gusto) sentados en ella ha sido un verdadero placer. Hecha la compra, dimos un paseíto hasta el monasterio de Veruela al que se llega desde el pueblo a través de una alameda muy coquetona (1 km. más o menos); picamos algo en una terraza-jardín que encontramos y nos acostamos pronto ya que estábamos cansados del viaje.
A la mañana siguiente nos encaminamos al monasterio pero sólo pudimos coger hora para la visita por la tarde así que, cambiamos los planes y nos fuimos a Tarazona de Aragón, una ciudad mozárabe muy interesante por la que callejeamos hasta la hora de comer (muy curiosa la plaza de toros octogonal) Comimos un menú de día en un local que nos recomendaron los lugareños y que resulto muy bueno y barato.
Por la tarde volvimos a Vera para la visita guiada del monasterio fundado en 1145 y perteneciente en su origen a la orden del Císter. Tras muchas tutelas fue declarado Monumento Nacional en 1919 y desde 1976 es propiedad en usufructo de la Diputación de Zaragoza. El monasterio es precioso y ofrece un conjunto muy armónico.
Como nos quedaba un poco de luz nos acercamos a ver un pueblecillo que había cerca llamado Trasmoz.
Al día siguiente lo dedicamos completo a patear la Expo. Al llegar, nos colocamos en una de las mil colas que había para sacar las entradas y casi nos da un “yuyu” del calor que pasamos disueltos entre una enorme multitud de gente apretujada. Una vez franqueada la entrada nos tomamos un café bien cargado y comenzamos la ruta por los diferentes pabellones. No nos apetecía guardar más colas así que íbamos visitando aquellos en los que no había que esperar para entrar y, con esta técnica, la verdad es que vimos muchísimos.
Comimos en el restaurante argentino que nos costó una pasta pero en el que nos sirvieron el solomillo más tierno y delicioso que hemos probado nunca. Fuimos a este restaurante porque lo vimos recomendado en el suplemento de El País la semana anterior. Por suerte llegamos a la hora justa y sólo esperamos unos minutos; cuando salimos la cola para entrar era kilométrica.
Por la tarde vimos el desfile que era muy original y moderno, un poco con aire surrealista, pero curioso por los seres que desfilaban, sus atavíos y los artilugios que presentaban o los extraños mecanismos en los que iban subidos. Después oímos un concierto comiendo un helado y fuimos rápidamente a coger sitio en primera fila para ver el espectáculo nocturno en el río (el del famoso iceberg) al que nosotros denominamos “el espectáculo de los pingüinos suicidas”. Pasamos un frío espantoso y el espectáculo no nos gustó nada. El principio era deprimente: una fila de pingüinos se tiraban desde lo alto del iceberg al agua contra la que chocaban produciendo un sonido sordo y desagradable, y más tarde sus cuerpecitos salían a la superficie flotando y parecían cadáveres de pingüinos que se dejaban arrastrar río abajo. Un espanto (los bichos eran de plástico, obviamente). Mientras los animalillos se perdían entre las aguas, el iceberg comenzó a abrirse (eso fue lo único chulo, junto con el bocadillo de jamón que nos zampamos allí sentados) y apareció una horrible cabeza gigante con unos ojos descomunales que giraban en sentidos diferentes y que daban más miedo que otra cosa (era digno de ver la cara de susto de algunos niños y la de pasmo de sus papás). El resto, un montaje temático de luz, imagen y sonido sobre el agua, pretendía concienciar al auditorio sobre la necesidad de ahorrar pero lo hacía con imágenes y música tan desagradables que producía una extraña sensación de angustia y, por ello, rechazo. Demasiado moderno para mi gusto. Rara la música, la iluminación, el sonido y mal elegida la puesta en escena que podía haber sido mucho más atractiva. (me recordó la campaña de tráfico en la que se pretendía concienciar a la gente mostrando dantescas y sangrientas escenas de horribles accidentes)
En fin, congelados y casi de mal humor volvimos hacia nuestro confortable refugio.
El penúltimo día lo dedicamos a la naturaleza visitando el parque de la Dehesa del Moncayo y haciendo unas rutitas por éste. Después de comer, dimos una vuelta en coche por los alrededores para conocer el entorno y los pueblecitos de alrededor (Añón, Alcalá, Litago...)
El día 14 por la mañana temprano tomamos nuestro último desayuno (magdalenas y batidos de chocolate) en esa maravillosa terraza con vistas y emprendimos la vuelta a Albacete. El cruce de Madrid fue algo complicado pero a las 21:00 estábamos cenando en otra terracita: la de nuestra casa, en Albacete (aunque con mucho más calor, todo hay que decirlo).

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